El desprendimiento se había producido en el sudeste de mi ojo derecho, y debía mantener la cabeza girada hacia ese mismo lado para que la lesión no afectase a la mácula y me propiciase pérdida de visión. Volví a casa en esa postura y así me mantuve durante el día y medio previo a la operación.
Lo más fácil en ese momento hubiese sido quedarme quieto y escuchar algo de música que no hiciese parar la cascada de dolor que sentía en la garganta, pero el instinto fue el contrario, con el mismo resultado. Sonó el disco de Frank Sinatra and friends y me limité a no escuchar las baladas.
No me fue posible mantener la compostura sintiendo el dolor huir por cada poro. El sonido de mi llanto y mis suspiros no eran para nada elevados, pero resonaban con tanta fuerza en mí que tuve que esconderme para restarles el protagonismo que le quitaban a Frank & Barbra, que de todos modos, no estaban cumpliendo la función que esperaba. Me tapé la cara con el gorro para hacerme pequeño e imaginar que me quedaba quieto en un presente que había desaparecido desde que entré en la consulta. Todo pasaría, todo dependería, todos querrían, todo podría, todo sería, etc, pero en ningún momento se había pensado en que yo estaba, yo sentía y yo no había podido parar a comprender mi nueva vida.
Paré de llorar antes de llegar a mi ascensor. Era un ascensor antiguo, con dos puertas de cristal con marcos de madera y una verja exterior a modo de puerta en cada piso. Nada más montarme en él gran parte de mi preocupación se centró en que al llegar al cuarto piso no me recibiese ningún vecino que por casualidad se propusiese bajar la basura, pero que al verme con la cara roja y tan bajo ánimo se parase preocupado a interesarse por mi; yo tendría el dilema de decirle qué me ocurría o simplemente saludar y seguir caminando, pero en ambas opciones dependía de que mi padre decidiese colaborar en mi coartada, y no podía arriesgarme a que no colaborase y se dirigiese a él con un acabamos de volver de Urgencias, tiene un desprendimiento de retina, y yo tuviese de nuevo el dilema de si comparecer ante ese vecino en pijama con la bolsa de basura goteando, ansioso por saber más de los problemas del resto para sentir que sus problemas eran menores y aliviar su espíritu por una noche, o seguir caminando y esperar en la puerta a que mi padre llegase con la llave y se le ocurriera hacer algún comentario sobre lo bien que saldría todo y sobre el poco problema que debía tener en naturalizar las cosas. No podía arriesgarme a que mi padre no siguiese mi coartada, por lo que me vería obligado a explicar mi problema y mi situación a un apenas conocido antes que a mis familiares.
Mantuve esta preocupación durante los veinticinco segundos que duró el viaje para llegar a un cuarto piso con la luz del rellano apagada y sin ningún vecino que esperase aliviar su espíritu.
Una vez llegamos a casa, mi padre pasó primero para hablar con mi madre. Hacía algunos minutos que no hablaba con él y esa situación no varió una vez en casa. No había tensión alguna, pero se había esforzado inútilmente en intercambiar palabras durante la vuelta a casa y el resultado no había sido positivo. Seguramente no esperase una conversación de más de dos intervenciones por persona, pero si hubiese esperado más, mi sollozo como única respuesta le habría decepcionado.
El piso era un nido bastante grande para estar en Madrid y no ser millonarios. Nos mudamos de una casa en las afueras hará unos diez años, y desde los primeros días asimilé el espacio como un hogar y no como un lugar de paso. Dos pasillos y una habitación y salón grandes le daban a la casa una forma de U inversa, dejando la puerta de entrada a un extremo, y mi cama, el lugar que mejor absorbería mis lágrimas, en la otra.
Tras el primer pasillo, donde pasé al menos un minuto despojándome de abrigo, gorro y bufanda escuchando de fondo el íntimo interrogatorio de mi madre a mi padre sobre la operación, un gran salón con un piano de cola contrastaba con el pasillo. Las paredes de éste, en un amarillo nada agresivo, a medio camino del amarillo oro viejo, daban calidez y mejoraban el atractivo de la gente, y aunque no solíamos tener muchas visitas, las que venían creaban indirectamente una atmósfera mucho más agradable que si unos fluorescentes blancos hubiesen iluminado el salón.
El piano estaba presidido por un póster impreso en lienzo de Glenn Gould (pianista del siglo XX y uno de los referentes más importantes de mi vida) colocado de manera que fuese facilmente localizable desde la banqueta del piano.
Glenn Gould era una persona extremadamente importante para mí y había estado presente en casi todos los momentos musicales y filosóficos de mi vida, y me extraña mucho que en ningún momento recurriese a él o a su figura durante el posoperatorio.
Me encontré con mi madre en el salón.
Hola, me dijo mientras sonreía tímidamente, buscando una cara que pudiese darme tranquilidad o que quitase algo de tensión al hecho de que no volvería a vivir durante los próximos veinte días, ¿cómo estás?
Fue un encuentro rápido, y agradezco no haberme visto obligado a parar una vez que había tenido el valor de salir del pasillo y recorrer la casa. Había dejado de llorar, pero la sensación que tenía no había cambiado en absoluto y mantenerme en pie suponía un esfuerzo demasiado grande para lo que podía lidiar.
Mi respuesta fue un pues bueno o algo por el estilo. Si en algún momento alguien me había dado el calificativo de elocuente se vió obligado a requisármelo durante el tiempo que pasé convaleciente.
Tras mi demostración de cualidades me dejó seguir despidiéndose con un beso, o me tocó el hombro o simplemente no pasó nada.
Como suponía, mi hermana estaba haciendo los deberes en el cuarto. No se apartó de la mesa al verme, sólo giró la cabeza y me dijo lo mismo que me había dicho mi madre en el salón, pero yo estaba apoyado en mi cama y la situación me rebasó. Tuve que darle la espalda y cerrar los ojos para aguantar y no desahogar mi llanto contra el edredón.
Bueno, me tienen que operar.
No pude decir más. Cinco palabras, apenas dos de ellas audibles, que escaparon de mi garganta mientras lloraba y buscaba aire limpio que poder beber. Mi cabeza y mi pecho estaban sometiéndose a una presión demasiado grande, y cuando más relevancia tenía aguantar el dolor, todo lo que no había expulsado durante la noche llegó al límite. Mi pecho temblaba por el esfuerzo y el aire que conseguía tomar valía mucho menos que de costumbre. El agobio de una máscara de lana envolviendo mi cara y la impotencia del cuerpo en el mar frente a la resaca. Todo era demasiado para mí.
No llegué a perder el conocimiento. Fui lo suficientemente egoísta como para desconectar del dolor en el momento que noté el esfuerzo que hacía intentando mantener los ojos cerrados.
Mi cuerpo había explotado. Explotó, alejando así de mí todo lo que me había matado, todo lo que me daba la vida.
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Muchas gracias por vuestro tiempo. Tened cabeza.